Nuestro taller de escritura creativa sigue avanzando y hoy os traemos el relato de nuestro alumno Fernando Prieto. La actividad llamada «El ojo de la cerradura» consistía en la escritura de un relato breve en torno a tres premisas: una persona que mira a través de una cerradura, por qué mira y qué ve.
El taller de escritura creativa de Estudios Babel está siempre abierto a nuevos alumnos y grupos. Recuerda que solo durante este curso 2018/2019 el precio del taller es de 39€ al mes, así que, no dudes en contactar con nosotros sin ningún compromiso si estás interesado. Haz clic aquí para encontrar toda la información acerca del taller de escritura creativa de tu academia en Leganés.
La cerradura, Fernando Prieto.
Llevaba dos días en aquella habitación. Sin comer, bebiendo apenas y sin poder dormir. Caminaba nervioso de un lado a otro de aquellos escasos seis metros cuadrados. Orinaba en una esquina en la que se empezaba a levantar el papel pintado. El olor a orina y a sudor le enfermaba, pero sabía que no podía salir de allí por el momento. Había garabateado su firma en varios papeles que exponían las condiciones muy claramente.
¿Qué era aquella empresa? ¿Una broma de mal gusto? ¿Por qué había pagado cincuenta mil euros por aquella tontería? ¿No había aprendido nada?
Sentía su corazón golpear sus costillas con fuerza. Como un autómata, su cabeza comenzó a llenarse de los pensamientos que le acechaban cada vez que notaba aquellos latidos en su pecho. La sensación de que de un momento a otro aquella máquina dejaría de funcionar y él se desplomaría con un dolor terrible. Y allí no habría nadie para ayudarle.
Procuró calmarse. Extendió una mano para coger el vaso de agua, pero se detuvo a medio camino. ¡Joder! Alcohol era lo que necesitaba. Llevaba casi cuarenta y ocho horas sin tomar una gota. ¿Cómo se suponía que iba a tranquilizarse así? Además, no tenía sus pastillas, se las habían quitado en la entrada. Otra medida de presión, supuso.
Al fin y al cabo, no debía de ser la primera persona en aquella situación. Estaba convencido de que, con siete mil millones de personas en el mundo, siempre habría alguien pensando, diciendo o haciendo lo mismo que uno. Y de la misma manera, ante la misma situación, muchísima gente reaccionaría exactamente igual. ¿Quién no se había enamorado alguna vez? ¿A quién no se le salía el corazón del pecho y se sentía al mismo tiempo enfermo y desgraciado y con ganas de morirse y capaz de volar y de besar y abrazar a todo el mundo cuando veía a esa persona que no desaparecía de su cabeza ni un solo segundo del día o de la noche? ¿Quién no había sentido miedo? ¿Quién no había hecho alguna tontería? ¿A quién no le daría miedo mirar por aquella cerradura?
Cogió la carpeta de la silla, la abrió y sacó el contrato. Lo ojeó en diagonal y finalmente leyó por quinta vez: “Mediante el presente contrato, se garantiza al usuario que podrá visualizar y oír su vida pasada y futura a través de la cerradura de la puerta roja de la habitación”.
No se creía una palabra. ¿No lo hacía? En fin, acababa de gastarse los ahorros de tres años en algo en lo que no creía. Tenía taquicardia y le sudaban las manos. ¿Se concedía a sí mismo creer aunque fuese un poco? Tal vez.
Ocurre que cuando la ansiedad llega a su punto más intenso, el cerebro tiene una forma de defenderse. Quién sabe lo que hace internamente, pero debe de activar o desactivar unas áreas y otras, y de repente, como un clic, parece que nada importa demasiado. Y él, de repente, decidió que era el momento de mirar por la cerradura.
Se acercó, guiñó un ojo y pegó el otro al agujero.
Lo primero que vio es a una mujer abierta de piernas sudando y apretando los dientes, y a un hombre que recibía el pequeño cuerpo que salía de su interior. Alguien cortó el cordón umbilical y le entregaron el cuerpo a la mujer.
Martín se separó de la cerradura. Su corazón golpeaba desbocado. ¿Cómo iba a ser menos? Acababa de presenciar su propio nacimiento.
Tardó varias horas más en recuperarse. Pero finalmente se llenó de valor y volvió a mirar. Y se vio a sí mismo corriendo por el patio de un colegio. Se reía mientras alcanzaba a uno de sus compañeros y le agarraba por la camiseta, gritando: “¡Tú la llevas!”. Entonces alguien le tiró una piedra que le golpeó en la cabeza, y cayó al suelo. Otro grupo de niños se reía de él.
Volvió a separarse de la cerradura.
Había olvidado aquel día. El primer día de muchos de abusos y palizas desde el colegio hasta que terminó el instituto. La sensación de que nadie le había entendido nunca. La indiferencia de los demás. La soledad. Se permitió llorar algunos minutos.
Pero pronto volvió a mirar. Y vio a un adolescente delgado y de pelo largo con su primera novia en su dormitorio. Sus padres se habían ido de viaje todo el fin de semana y ellos no se separaron ni un solo centímetro en ese tiempo. Volvió a ver la cara de Elena, sus ojos que atravesaban los tuyos y se te metían hasta el puñetero estómago, su sonrisa que era como una puñalada en el centro del alma. Y vio su cuerpo desnudo, tan blanco, tan bonito, tan suave que era como subir al cielo y sentirse el rey del mundo por unas horas.
Elena… ¿Qué habría sido de ella?
Su primer amor y su primer fracaso.
Pronto se vio un poco más mayor, con algunos pelos en la barba. Llevaba un traje de su padre,
que le quedaba grande, y un maletín que alguien le había regalado por su cumpleaños. Cruzó una calle, abrió una vieja puerta y entró. Se acercó a su madre, que estaba sentada en la mesa haciendo cuentas, y le dijo: “Mamá, ponte guapa, ¡te invito a cenar! ¡Ya me pagaron mi primer sueldo!”. Ella se levantó y le abrazó el cuello y le dijo: “¡Lo orgulloso que estaría tu padre!”
¿Y cómo podía saberlo? No había conocido a su padre. No habían coincidido en el mundo. Pero de alguna manera siempre había querido pensar que sería así. Que su padre habría estado orgulloso de él. De todo lo que se había esforzado por hacer las cosas bien, por sacar buenas notas, por encontrar un buen trabajo, por convertirse en un buen hombre. Por cuidar de su madre.
Después se vio frente a un altar, mirando hacia la puerta de la iglesia, sonriendo mientras Isabel se acercaba con su impresionante vestido. Nunca había estado tan guapa. Vio muchos momentos felices junto a ella, muchos viajes, conciertos y cenas románticas. Al otro lado de la cerradura, aquellos recuerdos le hacían sonreír.
Pero entonces se vio algunos años después, con un traje más oscuro, frente a una lápida. No podía dejar de llorar mientras bajaban poco a poco el pequeño ataúd. Todo le parecía frío y absurdo y sólo quería mandarlo todo y a todos a la mierda. Isabel trataba de consolarle. Le decía: “Ya sabes que yo quería muchísimo a tu madre”.
Después sólo vio botellas vacías, resacas, salir a la calle medio desnudo, facturas sin pagar, la policía llamando al timbre en mitad de la noche. Y vio cómo le despedían del trabajo y cómo Isabel salía por la puerta con una maleta y él no se atrevía a decirle nada.
Y vio los años pasar, y de pronto se vio atravesando una puerta bajo un cartel gris oscuro. El cartel rezaba “La cerradura”, y su corazón empezó a latir más rápido. Se vio firmando algunos papeles, y también vio aquella misma habitación, y se vio caminando de un lado a otro durante dos días, orinando en una esquina y tirándose de los pelos. Y presenció el momento en que había extendido la mano para coger el vaso de agua y había maldecido por no tener alcohol ni sus pastillas. Y se vio a sí mismo llenándose de valor y acercándose a la puerta. Y en el momento en que su propio ojo apareció al otro lado de la cerradura, dio un paso atrás. Se oyó un gemido y un golpe seco y todo quedó en silencio.
Él abrió la puerta por la que había entrado y echó a correr por el pasillo. Alguien gritó: “¡Eh!, el contrato dice que…”, y él contestó: “¡A la mierda el contrato!”. Y sólo recuerda que corrió y corrió calle abajo y que nunca más se acercó a aquel lugar.
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